La lluvia sacó mi lado bohemio. Me apetecía pasear en la noche resguardada
bajo mi paraguas. Sola. Me sumergí en el olor a tierra mojada,
en el ámbar permanente de aquel semáforo que nunca arreglarán, en la luz de las
farolas reflejadas en los charcos, o en el silencio que rompía la lluvia al
caer. Pueblo muerto… o no del todo. Otra sombra me hace compañía a lo lejos,
aunque lo suficientemente cerca para saber de quién se trata. Esa sudadera tan
peculiar, tu reconocible silueta, y ése paraguas con el que me protegías de las
tormentas. Tú, como siempre tan… tú.
Y siento ganas de quererte, de que me quieras, de tu
estúpido y perfecto cariño, de sentirme resguardada bajo tu puto paraguas, de
que me cuides como solo tú lo hacías… al menos durante ésta noche de tormenta.
Y me hundo en tu recuerdo. Intento acercarme con la
esperanza de que me reconozcas. Entonces me miras. Inmóviles los dos: tú, bajo
la tenue luz de la farola; yo, en medio de la calle sin importarme que algún
descerebrado sin pensamiento de ceder la velocidad acabe conmigo (en verdad
nadie iba a pasar, como he dicho antes: pueblo muerto).
Pero lo que haces a continuación me rompe. (Siempre supe que terminarías olvidándome, aunque mi estancada cabeza nunca
quisiera reconocerlo). Te vas. Como quién ve a
un desconocido pasar. Y en cierto modo, en eso nos habíamos convertido,
en dos completos desconocidos.
Mi frustración era tal, que por llover, ya llovían hasta mis
ojos; y por calar, ya se calaban incluso
mis huesos.
¿Por qué todavía dueles?-pensé.
Sin ansia alguna, cerré el paraguas, alcé los brazos, y
dejé que la lluvia vertiera realidad sobre mí, para terminarme de romper.